Las energías renovables son aquellas que provienen de fuentes naturales y tienen una tasa de reposición más rápida que la de su consumo. Es decir, son virtualmente inagotables. Este concepto, acuñado por Naciones Unidas, comenzó a utilizarse en la década de los 70 del siglo pasado, a raíz de la crisis del petróleo que revelaba el carácter finito de las reservas de combustibles fósiles. 50 años después, la principal preocupación no es el agotamiento de las reservas, sino el cambio global ocasionado por las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) de esos combustibles fósiles. Por ello, ahora se tiende a emplear otros términos: no se atiende únicamente a la tasa de renovación del recurso natural empleado, sino también al proceso de generación de la energía y al impacto de su uso. A partir de aquí es cuando surge el concepto de energías limpias, que va más allá del de energías renovables, y que busca que en la producción de la energía se generen las menores emisiones GEI e impactos asociados posibles.
En paralelo, el desarrollo de las energías renovables, y además limpias, como son la fotovoltaica y la eólica, avanza con paso firme diversificando sus formatos y mejorando día a día en eficiencia y rentabilidad. No en vano, uno de los objetivos de la UE para avanzar hacia una energía más limpia es lograr que en 2030 el 42,5% de la energía consumida en la UE proceda de fuentes renovables.
Una de las últimas soluciones para favorecer el despliegue de las energías limpias es implantarlas sobre superficies de agua, lo cual presenta algunas ventajas como el aprovechamiento del recurso allá donde es más abundante, la no competencia con otros usos del suelo o mejoras en la eficiencia.
Así, en el caso de la energía eólica marina, también denominada offshore, se aprovechan las corrientes de aire más potentes y constantes mar adentro y se pueden dimensionar los aerogeneradores a tamaños mayores que en tierra. El primer parque eólico marino se instaló en 1991 en Dinamarca y en España ya se están definiendo los primeros proyectos concretos, sobre todo, en la zona de Canarias. El Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO) ha elaborado una Hoja de Ruta para el desarrollo de esta tecnología en la que se establecen objetivos de potencia a instalar, se zonifican las zonas de mayor potencial para su implantación y se regulan las concesiones.
En el caso de la energía fotovoltaica flotante, en nuestro país, de momento, su desarrollo se ha regulado únicamente sobre embalses y láminas de agua artificiales. Respecto a la fotovoltaica en tierra, su refrigeración constante y disminución de polvo permiten mejorar la eficiencia y, a su vez, hay otros beneficios asociados para la lámina de agua, como la reducción de la evaporación o de la proliferación de algas. Los líderes en esta tecnología son China, Estados Unidos y Japón, pero ya tenemos buenos ejemplos en España, como el Flotante Sierra Brava en Cáceres, con 3.000 paneles solares y 1,3 MW de potencia pico y directamente conectada a la red.
En la región de Madrid también contamos con un interesante proyecto piloto de fotovoltaica flotante realizado por Canal de Isabel II en el depósito inferior de la central hidroeléctrica de Torrelaguna, con 3.770 paneles y 1,7 MW de potencia. Este proyecto es un buen ejemplo de hibridación de dos energías renovables (hidroeléctrica y fotovoltaica) y es parte fundamental del Plan Solar de Canal que junto con otra treintena de instalaciones busca la autosuficiencia energética de la actividad.
Cualquier desarrollo eólico y fotovoltaico sobre superficies de agua, para poder ser considerado un buen ejemplo de energía limpia, deberá garantizar que no genera afecciones reseñables sobre el medio ambiente en el que se ubique (marino o aguas de interior). Por ello, serán imprescindibles las mayores salvaguardas ambientales y estudios que puedan ayudar a modular y atenuar los posibles impactos sobre el paisaje y la biodiversidad.
Con estas premisas el agua puede suponer una potente plataforma a medio plazo para el despliegue de las energías limpias, imprescindibles para lograr el objetivo de neutralidad climática en la Unión Europea.